El Farol de la Otra Vida
Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más conmovedor.
Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban ara caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.
Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por instantes.
No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.
A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo ningún gañido de lechuza.
Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.
Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de los llamados.
Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.
Tiempo después desapareció del todo y, por lo visto, definitivamente.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
Desde que alguien lo vio por primera vez, y esto fue hacia el primer tercio del extinto siglo, hasta que todos consintieron en que había dejado de hacerse ver, allá entre la primera y la segunda décadas del siglo pronto a extinguirse, el llamado "Farol de la otra Vida" fue materia de testimonios a cual más fehaciente y objeto de comentarios a cual más conmovedor.
Se trataba de un farol como cualquier otro de los que en aquella época se utilizaban ara caminar de noche por estas calles de Dios privadas de toda lumbre, como no fuese la de luna en su fase benéfica. Pero no llevado por manos de cristiano en actual existencia, a juzgar por la forma como discurría y el profundo silencio que reinaba a su paso.
Cuando la última campanada del reloj de la catedral había anunciado la media noche, el farol fantasma, o lo que sea, empezaba a hacerse ver en esta o aquellas calles de la ciudad dormida. Era del tamaño corriente, y dejaba advertir a través de sus vidrios una parpadeante llamita de vela que bien pudo ser de sebo o bien se cera. Se deslizaba por debajo de los corredores, a la altura y en disposición de si fuese llevado por cualquier persona, pero como si ésta anduviese muy paso a paso, con suma dificultad y deteniéndose aquí y allá por instantes.
No tenía trayecto definido, pues unas veces era visto en una calle y otras en calle distinta. No obstante, quienes lograron mejor expectación, aseguraban que salía de los trasfondos de la Capilla (huerta de la casa parroquial de Jesús Nazareno), iba por acá o por allá y ya cerca del amanecer volvía allí, si es que no se esfumaba repentinamente en algún rincón.
A diferencia de otras apariciones de más allá de la tumba, ni traía consigo rumor alguno, ni suscitaba que se produjesen en su derredor. Ningún aullido de perros se dejaba oír y asimismo ningún gañido de lechuza.
Que espantaba y empavorecía, no es necesario decirlo. Algunos al columbrarlo de lejos y de repente, echaban a correr sin freno. Se contaban entre éstos los juerguistas, los mal inclinados y los trasnochadores con propósitos vedados. Otros aguardaban a que se aproximase un poco, entre ellos algún valentón y algún curioso de los que no faltan. Pero aún éstos concluían por esquivarla, haciéndose cruces, y echar la carrera.
Corría la voz de que los buenos, los justos y los de conciencia limpia podían muy bien encontrarlo, sin que nada malo les ocurriese. Pero nadie de los tenidos por tales se animó a hacer la prueba, seguramente porque algo de sus adentros les advertía que no eran de los llamados.
Dizque una vez cierta beata con fama de virtuosa, que madrugaba más de la cuenta para ir a misa, advirtió de improviso que el farol discurría a corta distancia de ella. Se detuvo ahí mismo aterrorizada y respetuosa, diose a balbucear un padre nuestro por las almas del purgatorio y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, el farol había desaparecido.
Tiempo después desapareció del todo y, por lo visto, definitivamente.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
La Casa Santa
En la esquina formada por las calles Charcas y Campero y con frente principal sobre la primera levántase una vieja edificación que es conocida en el pueblo con la curiosa y sugestiva denominación de "La Casa Santa". Construida al parecer hacia la segunda mitad del siglo pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo característico de la antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre, puertas de cuatro manos, ventanas con balaústres de madera y espacioso porche sostenido por columnas de ladrillo. Parte de su largo frente ha sido "modernizado" ha pocos años, demoliéndose las columnas que sostenían el porche y reduciendo este a la condición de un alero chato. A pesar del atentado, queda en pie todavía una buena porción de su exterior primitivo.
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.
Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África, mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explorador en América, y hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba la segunda década del siglo.
Dejemos relatar al propio coronel inglés lo que le sucedió en la casa de marras. Se toma el relato, a la letra, del libro intitulado Exploración Fawcett compuesta por Brian, hijo de aquél, sobre los manuscritos dejados por su progenitor. (Santiago de Chile, 1955. Empresa Editora Zig-Zag).
Como el resto del grupo prefirió ir al hotel, antes que a la casa, me alegré de la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico. Un arriero cesante se ofreció para cocinar; así él actuaba en las dependencias de atrás, en tanto que yo colgué mi hamaca en la gran pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me preocupó, pues en las casas de estos lugares siempre se encontraban ganchos para colgar la hamaca.
La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera, y el arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me acomodé para disfrutar de un confortable descanso. Yacía quieto después de apagar la luz, esperando que llegase el sueño, cuando sentí algo que frotaba el suelo. "¡Culebras!", pensé, y rápidamente encendí la lámpara. No había nada, y creí que había sido el arriero que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la pieza graznando bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un arrastre de pies sobre el piso, como de un anciano lisiado que avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado. Encendí la lámpara y la dejé así.
A la mañana siguiente se presentó el arriero, con cara asustada.
-Lamento tener que abandonarlo, señor -dijo-. No puedo seguir aquí.
-¿Por qué no? ¿Qué sucede?.
-Hay "bultos" en esta casa, señor. Esto no me agrada.
-Disparates, hombre -dije, en son de mofa-. No hay nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá.
Hay espacio suficiente para dos.
-Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.
-Hay "bultos" en esta casa, señor. Esto no me agrada.
-Disparates, hombre -dije, en son de mofa-. No hay nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá.
Hay espacio suficiente para dos.
-Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.
Aquella noche, el arriero se envolvió en su manta y se acostó en un rincón, y yo, trepándome a mi hamaca, apagué la luz. En cuanto estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un libro que era lanzado a través de la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada, excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz y el "pájaro" volvió, seguido del "anciano en zapatillas". Después de esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.
En la tercera noche, la oscuridad fue saludada con fuertes golpes secos en la pared, y, después de esto, con un estallido de muebles. Encendí la lámpara y, como de costumbre, no había nada que ver. Pero el arriero se levantó, abrió la puerta, y, sin decir una palabra, huyó en la oscuridad de la noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el suelo de ladrillo, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando encendí, nada se veía alterado. Después volvió el ave y a continuación el anciano, que entro acompañado del ruido de una puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en excelentes condiciones, pero, de todas maneras, esto era más de lo que podía soportar, por lo que al día siguiente abandoné la casa, para trasladarme al hotel. ¡Por lo menos los bulliciosos borrachos eran humanos!.Haciendo las averiguaciones respecto a la casa, supe que nadie quería vivir en ella por su pésima reputación.
Lo ocurrido al coronel Fawcett, cuya personalidad no tardó en ser conocida y aun magnificada, colmó la medida del terror dominante en la entonces pequeña ciudad. Había que acabar con aquello y devolver la tranquilidad a los moradores del ahora apacible barrio de "Los Pozos de Chávez".
En la última y suprema instancia se recurrió al obispo D. José Belisario Santistevan, ya bien celebrado por su ciencia y sus virtudes dentro y fuera de la diócesis. El buen prelado accedió a ir en persona a practicar los ritos de la bendición y de exorcismo en la tétrica casona.
Dizque comenzó por asperjar con agua bendita los exteriores, las puertas y las habitaciones. Una vez en el patio, oró allí largamente y concluyó repitiendo con la solemnidad y la unción debidas los votos y las imprecaciones que para casos semejantes trae el Ritual Romano.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
Las Siete Calles
En el pequeño espacio que queda frente al mercado que la malicia pueblera ha dado en llamar "mercadito de oro", convergen tres calles: Una, la Suárez de Figueroa, que va de naciente a poniente; otra, la denominada Vallegrande, que se dirige de norte a sud, y la tercera, Isabel la Católica, que corta a ambas en sentido diagonal, de noreste a sudoeste. Apreciadas las tres en sus entradas y salidas, desde el espacio de frente al "mercadito", el viandante ve, pues, seis calles. A pesar de ser sólo seis, todo el mundo conoce este lugar y el barrio circundante con el nombre de "Siete Calles".
Aquí va el origen de la denominación.
Desde los tiempos del rey hasta bien entrada la república, eran siete, bien contadas. La séptima arrancaba precisamente de donde es hoy el "mercadito de oro" e iba hacia el sudoeste, casi paralelamente a la prolongación de Isabel la Católica. Pero un buen día de esos, hace ya un siglo, el propietario de los terrenos situados a uno y otro lado de la séptima tomó la heroica decisión de cerrar la calle, o más bien dicho callejón, que no era más por entonces, para consolidar su propiedad y hacer que ésta, en vez de dos, partidas a lo sesgo, fuera solamente una e indivisible. Se trataba de un señor con bastante dinero en los bolsillos, muchas vinculaciones en la sociedad cruceña de la época y muy bien ubicado en la política, como que era nada menos que gobiernista de los más decididos.
Sabida la noticia de que aquel señor había cerrado la calle en su provecho, sin importarle una pitajaya ni un guapomó los derechos y necesidades del vecindario, el presidente municipal -no había por entonces alcalde- se vio obligado a tomar las medidas del caso. Pero como era también gobiernista y muy amigo del cerrador de calles, vio por conveniente no hacer las cosas en persona. Mandó a su intendente que fuera al lugar, observara lo hecho y finalmente resolviera lo que correspondía en justicia.
Dizque el tal intendente era hombre de poca sal en la mollera y, a más de eso, timorato y siempre dispuesto a dar la razón a quien gritase más fuerte. Llegó al sitio del estropicio y como para cerciorarse legalmente de lo ocurrido, para luego dar fe pública, empezó a contar solemnemente, llevando el índice en dirección de cada una de las calles: Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis... Nada más que seis.
Llegó en eso el propietario, y con la ironía por delante y la firme decisión por detrás, espetó al intendente:
-Seis no más, ¿no...? Tuve un maestro de escuela, allá en La Enconada, que me enseñó, entre otras cosas, la siguiente: Que las cinco vocales son cuatro: a, e, i, o. No u porque ésta es de los cucus y los sumurucucus... Te paso la lección a vos: Las siete calles son seis. Contálas bien y andaíte a tu despacho. Y no volvás a meterte en camisa de once varas.
Dizque el intendente volvió con la lección aprendida, a más no poder. Y la pasó a su vez al pueblo, como quien le enseña una verdad incontrastable: Las Siete Calles no son más que seis...
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
La Viudita
En otros países de la América española y en el nuestro, aparte del Oriente, se dice simplemente "La Viuda", así en forma simple y sin afijos ni sufijos que añadan o quiten magnitud, calidad y aprecio del sujeto, o, para decirlo más adecuadamente, la sujeta. Acá decimos "La Viudita", no ciertamente con la intención de empequeñecerla o rebajarla, sino como expresión de que, pese a todo, nos cae simpática y, por tal razón, nos place nombrarla en diminutivo.
Para explicar lo que es, o más bien dicho lo que fue, pues hace tiempo dejó de mostrarse, conviene manifestar que no era, acá entre nosotros, el ente horrorizante, pavoroso y fatal de otras partes. Temido, sí, pero sólo de parte masculina, y entre ésta únicamente de cierta y determinada casta: La de los tunantes de mala fe (porque los hay de buena) y los que andan a la caza de deleites femeninos sin reparo de conciencia.
Dizque aparecía por acá y allá, siempre sola, a paso ligero y sutil y no antes de media noche. Vestía de negro riguroso, faldas largas a la moda antigua, pero talle ajustado en el busto, como para que resaltasen las prominencias pectorales. Llevaba en la cabeza un mantón cuyo embozo le cubría la frente y aquello que podían ser orejas y carrillos.
Nadie le vio jamás la cara. Cuando encontraba con varón de los comprendidos en su campo de acción, y el tal no resistía a sus tácitos encantos, ella aceptaba que la acompañase y aun le permitía ciertas liberalidades táctiles. Pero si el apetente le buscaba el rostro en la oscuridad, se oponía al intento con rápidos movimientos de cabeza o extendiendo los pliegues del mantón.
Hubiera o no convenio de ir adelante, era ella y no él quien señalaba el rumbo, con sólo dar dirección a los pasos. La despaciosa marcha concluía invariablemente en las afueras de lo entonces poblado, y había parajes por los que, al parecer, tenía predilección: Las soledades del Tao, el islerío de la pampa del Lazareto, La Poza de las Antas y la cerrazón de las riberas del Río Nuevo.
Llevado allí el pecador y presunto conquistador, la viudita se revelaba en su verdadera esencia y actuaba según sus miras. Nada de horrores, desde luego, y nada de atrocidades fantasmales. Simplemente que el quidam, en estado de alucinación, creyendo ser introducido en edenes o en acogedoras estancias, lo era en rincones precisamente contrarios, empujado por la Viudita que seguidamente desaparecía sin dejar rastro.
Cuando ya en las vecindades del día el malaventurado recuperaba el conocimiento, ahí estaba la punzante, pringosa e ignominiosa realidad. Lo que había visto como suntuosa sala no era sino envedijada ramazón llena de espinas, si es que no matorral de pica-picas con frisas y cenefas de garabatás. Si sobre mullidos colchones y bajo sedeños cobertores había creído acostarse, se encontraba tirado en un barrial y entre aguas no por cierto perfumadas.
¡Ah, condenada Viudita!.
Menos mal que aparte de la burla oprobiosa (pero aleccionadora) ningún otro daño le había inferido.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
La Cruz del Diablo
Sea perdonada la osadía de quién esto escribe al tomar el título de una de las más hermosas leyendas de Bécquer, para encabezar la que seguidamente se refiere. Como verá el paciente lector, y ello va en desagravio del Gran Romántico, la sustancia de esta crónica difiere en un todo de aquélla, y el pecado, previa y espontáneamente confesado, sólo estriba en la adopción del titulo. Por lo demás, asiste razón al recolector de antiguallas locales para decidirse por la diabólica denominación.
Hecha la advertencia, habría convenido talvez insistir en la poco irreverente incursión, reproduciendo el epígrafe de la leyenda becqueriana en aquello de "Que lo creas o no, me importa poco", etc. Esto para manifestar la originalidad del cuento y su reproducción por cuenta y riesgo del narrador. Releva de ello al escribiente la circunstancia de que suceso y personajes están enraizados en la tradición popular, de donde los recogió, y que de uno y otro se han ocupado en sendos escritos, cronistas paisanos como Durán Canelas, Ramírez y Ramón Clouzet, entre los que por el momento recordamos.
Quien ha penetrado más en el asunto ha sido el animoso folklorista Alejo Melgar Chávez, que tanto y tansabrosamente tiene escrito sobre casos y cosas del pueblo. Escarbando con curiosidad y donosura en la tradición y haciéndose eco de ella aun en sus más privados apartijos. Alejo ha llegado a reconstruir la vida del protagonista, al punto de dar cuenta de los más de sus hechos y singularmente del lance que le dio la nombradía.
Se trata de Manuel Videla, el mejor pulsador de guitarra habido en estos arrozales de Dios y cuya existencia transcurrió allá por las primeras décadas del siglo pasado.
Con decir que era eximio guitarrista y paralelamente buen cantor, queda dicho que era juerguista, amante de francachelas, asiduo a buris y velorios y, por ende, tunante y trasnochador. Amén de ello, poseía buena estampa y los dones para agradar a prójimas jóvenes y bien parecidas, cualquiera que fuere el estado civil o eclesiástico de ellas.
Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.
Las buenas prendas que le asistían, esto es las del excelente guitarrista y buen cantor, no inclinaban la balanza en su favor al ser sopesadas con las malas, por parte de quienes no fueran parrandistas, como él o requirentes de sus servicios para serenatas y jolgorios. La mala fama que había echado le ponían negro en los comentarios y prevenciones de padres precavidos, matronas juiciosas, maridos celosos y fieles observantes de la fe cristiana.
Más de una beata madrugadora, al ir a misa a La Capilla o a La Merced, se había encontrado con él en circunstancias que se recogía no ciertamente en buen estado. El encuentro hacía que la buena mujer se persignase al verle, entre indignada y temerosa.
Videla, socarrón, para indignarla más, requería la guitarra que siempre tenía a la mano, y echaba a rasgar un guachambé callejero. Entre los acordes acomodaba el canto de alguna copla licenciosa.
-Algún día el diablo va a cargar con éste -soplaba la madrugadora, volviendo a hacerse cruces.
Días fueron y días vinieron, y por designios del Supremo, llegó el de la reparación y el cumplimiento de los presagios de la beata.
Para decirlo más cabalmente, fue una noche. Noche avanzada, obscura y silenciosa, como hecha a propósito para que ocurriera en ella lo que ocurrió. Videla que acababa de alzar una de las acostumbradas y traía una chispeante "mona", desembocó en la plaza, junto a la esquina de la catedral, entonces en construcción. De entre la espesa obscuridad alguien apareció y le salió al paso, rasgando una guitarra como para anunciarse que era también músico.
-Soy un forastero que acaba de llegar -explicó el sujeto, viva pero comedidamente-. Sabedor de que usted toca la guitarra como nadie en el pueblo, he salido en su busca para comprobarlo..
Aquello de "comprobarlo" picó en la vanidad del paisano, predisponiéndole a enfrentar el evento del modo que cuadrase a su dignidad..
-¿Quiere usté oírme, don? -replicó, muy dueño de sí.
Hecha la advertencia, habría convenido talvez insistir en la poco irreverente incursión, reproduciendo el epígrafe de la leyenda becqueriana en aquello de "Que lo creas o no, me importa poco", etc. Esto para manifestar la originalidad del cuento y su reproducción por cuenta y riesgo del narrador. Releva de ello al escribiente la circunstancia de que suceso y personajes están enraizados en la tradición popular, de donde los recogió, y que de uno y otro se han ocupado en sendos escritos, cronistas paisanos como Durán Canelas, Ramírez y Ramón Clouzet, entre los que por el momento recordamos.
Quien ha penetrado más en el asunto ha sido el animoso folklorista Alejo Melgar Chávez, que tanto y tansabrosamente tiene escrito sobre casos y cosas del pueblo. Escarbando con curiosidad y donosura en la tradición y haciéndose eco de ella aun en sus más privados apartijos. Alejo ha llegado a reconstruir la vida del protagonista, al punto de dar cuenta de los más de sus hechos y singularmente del lance que le dio la nombradía.
Se trata de Manuel Videla, el mejor pulsador de guitarra habido en estos arrozales de Dios y cuya existencia transcurrió allá por las primeras décadas del siglo pasado.
Con decir que era eximio guitarrista y paralelamente buen cantor, queda dicho que era juerguista, amante de francachelas, asiduo a buris y velorios y, por ende, tunante y trasnochador. Amén de ello, poseía buena estampa y los dones para agradar a prójimas jóvenes y bien parecidas, cualquiera que fuere el estado civil o eclesiástico de ellas.
Las diligencias del oficio, pues por oficio y medio de vida había tomado las felices disposiciones de músico, no pudieron menos de hacer que diese de mano a deberes y obligaciones naturales. Dizque no era buen cristiano, para empezar, ni buen hijo, ni buen vecino, y ni siquiera buen amigo, con respecto a sujetos que por las derechas o por las izquierdas tuvieran compañía femenina apetitosa.
Las buenas prendas que le asistían, esto es las del excelente guitarrista y buen cantor, no inclinaban la balanza en su favor al ser sopesadas con las malas, por parte de quienes no fueran parrandistas, como él o requirentes de sus servicios para serenatas y jolgorios. La mala fama que había echado le ponían negro en los comentarios y prevenciones de padres precavidos, matronas juiciosas, maridos celosos y fieles observantes de la fe cristiana.
Más de una beata madrugadora, al ir a misa a La Capilla o a La Merced, se había encontrado con él en circunstancias que se recogía no ciertamente en buen estado. El encuentro hacía que la buena mujer se persignase al verle, entre indignada y temerosa.
Videla, socarrón, para indignarla más, requería la guitarra que siempre tenía a la mano, y echaba a rasgar un guachambé callejero. Entre los acordes acomodaba el canto de alguna copla licenciosa.
-Algún día el diablo va a cargar con éste -soplaba la madrugadora, volviendo a hacerse cruces.
Días fueron y días vinieron, y por designios del Supremo, llegó el de la reparación y el cumplimiento de los presagios de la beata.
Para decirlo más cabalmente, fue una noche. Noche avanzada, obscura y silenciosa, como hecha a propósito para que ocurriera en ella lo que ocurrió. Videla que acababa de alzar una de las acostumbradas y traía una chispeante "mona", desembocó en la plaza, junto a la esquina de la catedral, entonces en construcción. De entre la espesa obscuridad alguien apareció y le salió al paso, rasgando una guitarra como para anunciarse que era también músico.
-Soy un forastero que acaba de llegar -explicó el sujeto, viva pero comedidamente-. Sabedor de que usted toca la guitarra como nadie en el pueblo, he salido en su busca para comprobarlo..
Aquello de "comprobarlo" picó en la vanidad del paisano, predisponiéndole a enfrentar el evento del modo que cuadrase a su dignidad..
-¿Quiere usté oírme, don? -replicó, muy dueño de sí.
-Oirle, que usted me oiga y entrar en competencia -redondeó el forastero con aplomo-.
Videla dispuso la guitarra y empezó a puntear.
-Aquí no -sostuvo el forastero-. No es el lugar apropiado. Vayamos a mi alojamiento. Allí tengo unas botellas de buen singani y hay unas chotas que valen lo que pesan.
Y uniendo al dicho el hecho, tomó a Videla del brazo y echó a andar con él por la diagonal de la plaza. Videla, como anticipo del certamen, rompió a tocar animadamente una de las mejores piezas de su copioso repertorio. Al llegar a la esquina formada por las calles hoy denominadas Junín y Libertad, se dejó conducir por la primera con rumbo al occidente, no sin antes haber pedido al desafiante que mostrase a su vez las disposiciones que tenía para pulsar el instrumento.
Conforme iban caminando, advertía el paisano que su contrincante era un guitarrista consumado y a su estimación de presumido, casi tan bueno como él. Al querer observarle sólo veía una silueta algo más negra que las sombras de la noche, y nada más.
Así llegaron al lugar en donde por ese entonces, concluía lo edificado de la ciudad, aproximadamente lo que es hoy el cruce de las calles Junín y Sara. El horizonte allí despejado proporcionaba alguna débil claridad, la suficiente para advertir que el misterioso guitarrista hacía todo para no dejarse ver la cara.
Videla entró ese momento en una vaga desconfianza. Al preguntar al sujeto por la casa del alojamiento, obtuvo una respuesta que le llevó a mayor desconfianza, y de ésta a ondulantes sospechas.
-Un poco más allá, más "allacito"...
Más allá sólo habían barbechos, matorrales y a lo sumo algún chaqueao sin asomo de vivienda. Bien lo sabía él y por eso se plantó de firme. El forastero había dejado de tañer las cuerdas de su guitarra, y le pedía que tomara de nuevo la suya para proseguir en la alternativa.
Videla obedeció casi maquinalmente, pero en ese preciso instante ocurriósele poner en práctica cierta medida, de la que había oído hablar en su niñez a personas piadosas. Tenía los dedos sobre el brazo de la guitarra, y en ella podía ejercitar tal medida sin que el misterioso forastero se diese cuenta, hasta esperar las resultas.
Tocando a más y mejor, verificó una "pisada" sobre las cuerdas, de modo tal que el dedo índice fue a formar una cruz con uno de los trastes. El forastero, que le había tomado del hombro para hacer que caminase con él a la vez que tocaba, al advertir la posición del dedo sobre el traste, le desasió y dio un paso atrás.
La mano derecha del artista conterráneo punteaba o rasgaba las cuerdas, arrancando de ellas sonidos vibrantes, sin dejar de ser armónicos. Entre tanto, la izquierda tenía firme el índice sobre el traste y sólo los otros dedos jugaban por ahí cerca.
El desafiante se fue retirando, retirando, no sin proferir reniegos, primero, y luego echar tacos. No dejó de recular hasta perderse entre la arboleda del deshabitado paraje.
Sólo entonces cayó Videla en la evidencia de que había tenido por desafiante al mismísimo Diablo. Y de que, por mal de sus pecados, había estado a punto de que el Diablo cargase con él en cuerpo y alma.
Sucedió al día siguiente y en los que vinieron después, lo que se dice sucede siempre en casos semejantes: Arrepentimiento, enmienda, cambio de vida y lo demás. Que nuestro guitarrista hubiera perseverado en ello y en su integridad, es cuestión nada fácil de asegurar. Lo que sí se sabe de cierto es que, en señal de devoción y como muestra de rendida gratitud a quien permitió su salvación, mandó hacer una cruz y la colocó en el lugar del feliz percance.
Aunque al decir de cristianos, cruz y diablo son términos opuestos que jamás deben ir juntos, el consenso popular dio a la del sitio de marras la denominación de "La Cruz del Diablo". Allí se estuvo aquélla por largos años, hasta que un día desapareció del modo que desaparece aquello que no se cuida y tiene quien lo apetezca.
Una última acotación. Melgar Chávez, el folklorista rastreador de "casos" e investigador de la vida de Videla, de quien se ha constituido en poco menos que su biógrafo,cuenta el hecho final de modo no exactamente igual al arriba relatado, y en cuanto a pormenores respecta, lo muy curioso que trae Alejo, que de seguro lo sabe de buena tinta, es la sarta de palabras y aun palabrotas con que el Diablo se expidió increpando a Videla por la ocurrencia de atacarle con la señal de la cruz.
Guarden las guitarras de ogaño, para ejemplo y previsión, de lo que puede sucederles, el caso del conterráneo Videla.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Videla dispuso la guitarra y empezó a puntear.
-Aquí no -sostuvo el forastero-. No es el lugar apropiado. Vayamos a mi alojamiento. Allí tengo unas botellas de buen singani y hay unas chotas que valen lo que pesan.
Y uniendo al dicho el hecho, tomó a Videla del brazo y echó a andar con él por la diagonal de la plaza. Videla, como anticipo del certamen, rompió a tocar animadamente una de las mejores piezas de su copioso repertorio. Al llegar a la esquina formada por las calles hoy denominadas Junín y Libertad, se dejó conducir por la primera con rumbo al occidente, no sin antes haber pedido al desafiante que mostrase a su vez las disposiciones que tenía para pulsar el instrumento.
Conforme iban caminando, advertía el paisano que su contrincante era un guitarrista consumado y a su estimación de presumido, casi tan bueno como él. Al querer observarle sólo veía una silueta algo más negra que las sombras de la noche, y nada más.
Así llegaron al lugar en donde por ese entonces, concluía lo edificado de la ciudad, aproximadamente lo que es hoy el cruce de las calles Junín y Sara. El horizonte allí despejado proporcionaba alguna débil claridad, la suficiente para advertir que el misterioso guitarrista hacía todo para no dejarse ver la cara.
Videla entró ese momento en una vaga desconfianza. Al preguntar al sujeto por la casa del alojamiento, obtuvo una respuesta que le llevó a mayor desconfianza, y de ésta a ondulantes sospechas.
-Un poco más allá, más "allacito"...
Más allá sólo habían barbechos, matorrales y a lo sumo algún chaqueao sin asomo de vivienda. Bien lo sabía él y por eso se plantó de firme. El forastero había dejado de tañer las cuerdas de su guitarra, y le pedía que tomara de nuevo la suya para proseguir en la alternativa.
Videla obedeció casi maquinalmente, pero en ese preciso instante ocurriósele poner en práctica cierta medida, de la que había oído hablar en su niñez a personas piadosas. Tenía los dedos sobre el brazo de la guitarra, y en ella podía ejercitar tal medida sin que el misterioso forastero se diese cuenta, hasta esperar las resultas.
Tocando a más y mejor, verificó una "pisada" sobre las cuerdas, de modo tal que el dedo índice fue a formar una cruz con uno de los trastes. El forastero, que le había tomado del hombro para hacer que caminase con él a la vez que tocaba, al advertir la posición del dedo sobre el traste, le desasió y dio un paso atrás.
La mano derecha del artista conterráneo punteaba o rasgaba las cuerdas, arrancando de ellas sonidos vibrantes, sin dejar de ser armónicos. Entre tanto, la izquierda tenía firme el índice sobre el traste y sólo los otros dedos jugaban por ahí cerca.
El desafiante se fue retirando, retirando, no sin proferir reniegos, primero, y luego echar tacos. No dejó de recular hasta perderse entre la arboleda del deshabitado paraje.
Sólo entonces cayó Videla en la evidencia de que había tenido por desafiante al mismísimo Diablo. Y de que, por mal de sus pecados, había estado a punto de que el Diablo cargase con él en cuerpo y alma.
Sucedió al día siguiente y en los que vinieron después, lo que se dice sucede siempre en casos semejantes: Arrepentimiento, enmienda, cambio de vida y lo demás. Que nuestro guitarrista hubiera perseverado en ello y en su integridad, es cuestión nada fácil de asegurar. Lo que sí se sabe de cierto es que, en señal de devoción y como muestra de rendida gratitud a quien permitió su salvación, mandó hacer una cruz y la colocó en el lugar del feliz percance.
Aunque al decir de cristianos, cruz y diablo son términos opuestos que jamás deben ir juntos, el consenso popular dio a la del sitio de marras la denominación de "La Cruz del Diablo". Allí se estuvo aquélla por largos años, hasta que un día desapareció del modo que desaparece aquello que no se cuida y tiene quien lo apetezca.
Una última acotación. Melgar Chávez, el folklorista rastreador de "casos" e investigador de la vida de Videla, de quien se ha constituido en poco menos que su biógrafo,cuenta el hecho final de modo no exactamente igual al arriba relatado, y en cuanto a pormenores respecta, lo muy curioso que trae Alejo, que de seguro lo sabe de buena tinta, es la sarta de palabras y aun palabrotas con que el Diablo se expidió increpando a Videla por la ocurrencia de atacarle con la señal de la cruz.
Guarden las guitarras de ogaño, para ejemplo y previsión, de lo que puede sucederles, el caso del conterráneo Videla.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
El Guajojó
El Guajojó
En lo prieto de la selva y cuando la noche ha cerrado del todo, suele oírse de repente un sonido de larga como ondulante inflexión, agudo, vibrante, estremecedor. Se diría un llanto, o más bien un gemido prolongado, que eleva el tono y la intensidad y se va apagando lentamente como se apaga la vibración de una cuerda.
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.
Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
El Jichi
Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero que conduce a los tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta, para este caso parcial, de cómo vivían los antepasados de la estirpe terrícola, antiguos pobladores de la llanura. Gente de parvos menesteres y no mayores alcances, la comarca que les servía de morada no les era muy generosa, ni les brindaba fácilmente todos los bienes necesarios para su subsistencia.
Para hablar del principal de los elementos de vida, el agua no abundaba en la región. En la estación seca se reducía y se presentaban días en que era dificultoso conseguirla. Así en los campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos y en las dilatadas vegas circundantes de ésta.
De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención en conservarla, considerándola como un don de los poderes divinos, y hayan supuesto la existencia de un ser sobrenatural encargado de su guarda. Este ser era el jichi.
Es mito compartido por mojos, chanés y chiquitos que este genius aquae paisano vivía más que todo en los depósitos naturales del líquido elemento. Para tenerle satisfecho y bien aquerenciado había que rendirle culto y tributarle ciertas ofrendas.
Los españoles del reciente aposentamiento en la tierra recogieron la versión y consintieron en el mito, con poco o ningún reparo. Con mayor razón sus descendientes los criollos, tan consustanciados con la tierra madre como los propios aborígenes, y máxime si tienen en las venas algunas gotas de la sangre de éstos.
Como todo ser mítico zoomorfo, el jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y regordetas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.
Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.
No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el jichi se resiente y puede desaparecer. Item más: No se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de tarope para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el jichi se ha marchado.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
El Mojón con cara
Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:
-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.
Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse con el mojón, mudo compañero de sus expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.
Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior.
Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.
Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en la esquina de Republiquetas y René Moreno, hasta el año 1947. Un tractor de Obras Públicas que raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo el alcalde municipal de ese entonces, don Lorgio Serrate, mandó labrar y colocar uno parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios le guarde de Obras Públicas y de modernistas y vanguardistas.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
Bibosi en Motacú
Oírle empavorece y sobrecoge el ánimo, predisponiéndole al ondular de lúgubres pensamientos y al discurrir de ideas taciturnas. Se dice que han habido personas que quedaron con la razón en mengua y punto menos que extraviadas.
Se sabe que quien emite ese canto es un ave solitaria a la que nombran de guajojó por supuestos motivos de onomatopeya. Son pocos los que la han visto, y esos pocos no aciertan a dar razones de cómo es y en donde anida. Refieren, eso sí, la leyenda que corre acerca de ella y data de tiempo antañones.
Erase que se era una joven india bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave, y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
El Jichi
Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero que conduce a los tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta, para este caso parcial, de cómo vivían los antepasados de la estirpe terrícola, antiguos pobladores de la llanura. Gente de parvos menesteres y no mayores alcances, la comarca que les servía de morada no les era muy generosa, ni les brindaba fácilmente todos los bienes necesarios para su subsistencia.
Para hablar del principal de los elementos de vida, el agua no abundaba en la región. En la estación seca se reducía y se presentaban días en que era dificultoso conseguirla. Así en los campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos y en las dilatadas vegas circundantes de ésta.
De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención en conservarla, considerándola como un don de los poderes divinos, y hayan supuesto la existencia de un ser sobrenatural encargado de su guarda. Este ser era el jichi.
Es mito compartido por mojos, chanés y chiquitos que este genius aquae paisano vivía más que todo en los depósitos naturales del líquido elemento. Para tenerle satisfecho y bien aquerenciado había que rendirle culto y tributarle ciertas ofrendas.
Los españoles del reciente aposentamiento en la tierra recogieron la versión y consintieron en el mito, con poco o ningún reparo. Con mayor razón sus descendientes los criollos, tan consustanciados con la tierra madre como los propios aborígenes, y máxime si tienen en las venas algunas gotas de la sangre de éstos.
Como todo ser mítico zoomorfo, el jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y regordetas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.
Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.
No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el jichi se resiente y puede desaparecer. Item más: No se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de tarope para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el jichi se ha marchado.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
El Mojón con cara
Hasta mediados del siglo XVIII la calle hoy denominada Republiquetas era de las más apartadas y menos concurridas de vecindario que había en esta ciudad. Las viviendas edificadas sobre ambas aceras no seguían una tras de otra sino con la breve separación de solares vacíos separados de la vía pública por cercos de cuguchi o follaje de lavaplatos.
Hacia la primera cuadra y con frente a la acera norte de dicha calle, vivía por aquella época una moza en la flor de la edad, bonita, graciosa y llena de todos los atractivos. Su madre la mimaba y cuidaba más que a la niña de sus ojos, reservándola en mente para quien la mereciera por el lado de los bienes de fortuna, la buena posición y la edad del sereno juicio.
Pero sucedió que la niña puso los ojos y luego el corazón en un mozo que, aparte la buena estampa y los desenvueltos ademanes, nada más tenía a la vista. Cuando la celosa mamá se hubo dado cuenta de que el fulano rondaba a su joya viviente, redobló la vigilancia sobre ésta, a extremos de no dejarla salir un paso. Pero el galán resultó tan enamorado como paciente y tan firme como tenaz en conseguir el logro de sus ansiedades amorosas. Desde por la mañana hasta por la noche, ahí se estaba en la esquina, plantado y enhiesto, a la espera de que la amada asomase al corredor o siquiera a la puerta, para cambiar con ella algún tiroteo de miradas o recibir la dulce rociada de una sonrisa.
Por aquellos felices tiempos del rey había en todas las esquinas recios troncos de cuchi, a ras de las aceras, para proteger las casas de los encontrones de un carretón o servir de señal para la línea de lo edificado. Se les daba corrientemente el nombre de mojones.
La mamá de la chica, oscilando entre el celo y el recelo, apenas veía allí al quidam, despachaba su malhumor con esta frase:
-¡Ya está ahí ese mojón con cara!.
Ignorando del mote con que la presunta suegra quería burlarse de su constancia y firmeza, el enamorado, en sus largas esperas, dio en la práctica de distraerse con el mojón, mudo compañero de sus expectativas. Con el filoso trasao que llevaba al cinto, como todos los galanes de su tiempo y condición, empezó a labrar el duro palo, con miras a darle en la parte superior la forma de una cabeza humana. Como disponía de sobrado tiempo, hizo en ello cuanto pudo.
Una madrugada de ésas, advirtió la mamá, con el natural sobresalto, que la niña había desaparecido de la casa. Creyendo hallarla en palique con el aborrecido, corrió a la esquina. Pero la mimosa no estaba allí, ni en la otra, ni en las demás esquinas, ni en parte alguna de la ciudad. Paloma con ansias de volar, había alzado el vuelo con el palomo, la noche anterior.
Pero quedaba en la esquina el mojón con la cara que la paciente mano del galán había tallado en sus horas de amante espera.
Junto con la tradición, el verdadero "mojón con cara" se conservó en la esquina de Republiquetas y René Moreno, hasta el año 1947. Un tractor de Obras Públicas que raspaba la calle, lo arrancó y arrojó en donde nadie pudo saber más de él. Para reponerlo el alcalde municipal de ese entonces, don Lorgio Serrate, mandó labrar y colocar uno parecido. Es el que hoy se levanta allí, y que Dios le guarde de Obras Públicas y de modernistas y vanguardistas.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003
Bibosi en Motacú
Uno de los más curiosos y pintorescos casos de simbiosis vegetal que se presentan en nuestra tierra es la del árbol llamado bibosi y la palmera motacú. Tan estrechamente se enredan uno con otro y de tal modo viven unidos, que entre las gentes simples y de sencillo pensar se da como ejemplo vivo de enlace pasional. Una vieja copla del acervo popular lo expresa galanamente.
El amor que me taladra
necesita jetapú;
viviremos, si te cuadra,
cual bibosi en motacú.
Quienes saben más acerca de ello señalan de que la palmera es el sustento y la base de la unión, pese a su condición femenina, y el árbol es el que se arrima a ella en procura del mantenimiento y firmeza, no obstante su ser masculino. En siendo verídica la especie, y la observación del conjunto da a pensar que lo es, habría en ello material suficiente para especulaciones de orden social y hasta moral si se quiere.
Dando al sugestivo asunto otro cariz y tratando de explicarlo por el lado de lo poético-afectivo, el poeta don Plácido Molina Mostajo cantó:
El membrudo bibosi que a la palma
por entero rodea
con tal solicitud, que al fin la ahoga:
Celoso enamorado prefiriera
antes que en otros brazos a su amada,
entre los propios contemplarla muerta.
Es, precisamente, lo que dice la leyenda sobre la peregrina unión del árbol corpulento y la grácil palmera.
Dizque por los tiempos de Maricastaña y del tatarabuelo Juan Fuerte, vivía en cierto paraje de la campiña un jayán de recia complexión y donosa estampa. Amaba el tal con la impetuosidad y la vehemencia de los veinte años a una mocita de su mismo pago, con quien había entrado en relaciones a partir de un jovial y placentero "acabo de molienda".
La mocita era delgaducha y de poca alzada, pero bonita, eso sí, y con más dulzura que un jarro de miel.
No tenía el galán permiso de los padres de ella para hacer las visitas de "cortejo" formal, por no conceptuarle digno de la aceptación. Pero los enamorados se veían fuera de casa, en cualquier vera de senderos o bajo el cobijo de las arboledas.
Entre tanto los celosos padres habían elegido por su cuenta, como futuro yerno, a otro varón que reunía para serlo las condiciones necesarias. Un buen día de esos notificaron a la hija con la decisión inquebrantable y la inesperada novedad de que al día siguiente habrían de marchar al pueblo vecino para los efectos de la boda.
La última cita con el galán vino esa misma noche. No había otra alternativa que darse el adiós para siempre. El tomó a ella en los brazos y apretó y apretó cuanto daban sus vigorosas fuerzas... "Antes que ver en otros brazos a la amada, entre los suyos contemplarla muerta".
Referían en el campo los ancianos, y singularmente las ancianas, que el primer bibosi en motacú apareció en el sitio mismo de la última cita de aquellos enamorados.
Bibliografía:
Tradiciones, Leyendas y Casos de Santa Cruz de la Sierra.
Hernando Sanabria Fernández.
Grupo Editorial La Hoguera.
Décima Quinta Edición - 2008.
Dibujo: Orlando Iraipi Bajarano - 2003